Gente linda ♥

lunes, 27 de julio de 2009

Parecía un buen punto de arranque.

—¿Podemos hablar de una cosa? De entrada, te agradecería que empezaras abriendo un poco tu mente.

Edward dudó un instante.

—Lo intentaré —me contestó a la defensiva, con cautela.

—No voy a romper ninguna regla —prometí—. Esto es estrictamenté entre tú y yo —me aclaré la garganta—. Esto... Verás, la otra noche me impresionó la facilidad con que fuimos capaces de llegar a un acuerdo. He pensado que me gustaría aplicar ese mismo principio a una situación diferente.

¿Por qué me estaba expresando de una forma tan rebuscada? Debían de ser los nervios.

—¿Qué quieres negociar? —me preguntó, insinuando una sonrisa en su voz.

Me esforcé por encontrar las palabras exactas para abordar el asunto.

—Escucha a qué velocidad te late el corazón —murmuró Edward—. Parece un colibrí batiendo las alas. ¿Te encuentras bien?

—Estoy perfectamente.

—Entonces continúa, por favor —me animó.

—Bueno, supongo que primero quería hablar contigo sobre esa ridicula condición del matrimonio.

—Será ridicula para ti, no para mí. ¿Qué tiene de mala?

—Me preguntaba si... si se trata de una cuestión negociable.

Edward frunció el ceño.

—Ya he cedido en lo más importante, al aceptar cobrarme tu vida en contra de mi propio criterio. Lo cual me otorga el derecho a arrancarte a ti ciertos compromisos.

—No —negué con la cabeza y me concentré en mantener la compostura—. Ese trato ya está cerrado. Ahora no estamos discutiendo mi... transformación. Lo que quiero es arreglar algunos detalles.

Me miró con recelo.

—¿A qué detalles te refieres, exactamente?

Vacilé un instante.

—Primero, aclaremos cuáles son tus condiciones.

—Ya sabes lo que quiero.

—Matrimonio —hice que sonara como una palabrota.

—Sí —respondió con una amplia sonrisa—. Eso para empezar.

Esto me impresionó tanto que mi compostura se fue al traste.

—¿Es que hay más?

—Bueno —dijo con aire de estar calculando algo—, si te conviertes en mi esposa, entonces lo que es mío es tuyo... Por ejemplo, el dinero para tus estudios. Así que no debería haber problema con lo de Dartmouth.

—Puestos a ser absurdos, ¿se te ocurre algo más?

—No me importaría que me dieras algo más de tiempo.

—No. Nada de tiempo. Ahí sí que no hay trato.

Edward exhaló un largo suspiro.

—Sólo sería un año, como mucho dos...

Apreté los labios y meneé la cabeza.

—Prueba con lo siguiente.

—Eso es todo. A menos que quieras hablar de coches...

Edward sonrió al verme hacer un rictus. Después me tomó la mano y se dedicó a juguetear con mis dedos.

—No me había dado cuenta de que quisieras algo más, aparte de transformarte en un monstruo como yo. Siento una enorme curiosidad por saber de qué se trata —habló con voz tan suave y baja que su leve tono de impaciencia me habría pasado desapercibido si no le hubiera conocido tan bien.

Hice una pausa y contemplé su mano sobre la mía. Aún no sabía por dónde empezar. Sentía sus ojos clavados en mí, y me daba miedo levantar la mirada. La sangre se me empezó a subir a la cara.

Sus dedos gélidos rozaron mi mejilla.

—¿Te estás ruborizando? —preguntó, sorprendido. Yo seguía mirando hacia abajo—. Por favor, Bella, no me gusta el suspenso.

Me mordí el labio.

—Bella...

Su tono de reproche me recordó que le dolía que me guardase mis pensamientos.

—Me preocupa un poco... lo que pasará después —reconocí, atreviéndome a levantar la mirada por fin.

Noté que su cuerpo se ponía tenso, pero su voz seguía siendo de terciopelo.

—¿Qué es lo que te preocupa?

—Todos parecéis convencidos de que mi único interés va a ser exterminar a todos los habitantes de la ciudad —respondí. Edward puso mala cara al oír las palabras que había elegido—. Me da miedo estar tan preocupada por contener mis impulsos violentos que no vuelva a ser yo misma... Y también me da... me da miedo no volver a desearte como te deseo ahora.

—Bella, esa fase no dura eternamente —me tranquilizó.

Era obvio que no me estaba entendiendo.

—Edward —le dije. Estaba tan nerviosa que me dediqué a estudiar con atención un lunar de mi muñeca—. Hay algo que me gustaría hacer antes de dejar de ser humana.

ÉI esperó a que prosiguiera, pero no lo hice. Mi cara estaba roja como un tomate.

—Lo que quieras —me animó, impaciente y sin tener ni idea de lo que le iba a pedir.

—¿Me lo prometes? —era consciente de que mi plan de atraerle con sus propias palabras no iba a funcionar, pero no pude resistirme a preguntárselo.

—Sí —respondió. Alcé la mirada y vi en sus ojos una expresión ferviente y algo perpleja—. Dime lo que quieres, y lo tendrás.

No podía creer que me estuviera comportando de una forma tan torpe y tan estúpida. Era demasiado inocente; precisamente, mi inocencia era el punto central de la conversación. No tenía la menor idea de cómo mostrarme seductora. Tendría que conformarme con recurrir al rubor y la timidez.

—Te quiero a ti —balbuceé de forma casi ininteligible.

—Sabes que soy tuyo —sonrió, sin comprender aún, e intentó retener mi mirada cuando volví a desviarla.

Respiré hondo y me puse de rodillas sobre la cama. Luego le rodeé el cuello con los brazos y le besé.

Me devolvió el beso, desconcertado, pero de buena gana. Sentí sus labios tiernos contra los míos, y me di cuenta de que tenía la cabeza en otra parte, de que estaba intentando adivinar qué pasaba por la mía. Decidí que necesitaba una pista.

Solté mis manos de su nuca y con dedos trémulos le recorrí el cuello hasta llegar a las solapas de su camisa. Aquel temblor no me ayudaba demasiado, ya que tenía que darme prisa y desabrocharle los botones antes de que él me detuviera.

Sus labios se congelaron, y casi pude escuchar el chasquido de un interruptor en su cabeza cuando por fin relacionó mis palabras con mis actos.

Me apartó de inmediato con un gesto de desaprobación.

—Sé razonable, Bella.

—Me lo has prometido. Lo que yo quiera —le recordé, sin ninguna esperanza.

—No vamos a discutir sobre eso.

Se quedó mirándome mientras se volvía a abrochar los dos botones que había conseguido soltarle.

Rechiné los dientes.

—Pues yo digo que sí vamos a discutirlo —repuse. Me llevé las manos a la blusa y de un tirón abrí el botón de arriba. Me agarró las muñecas y me las sujetó a ambos lados del cuerpo.

—Y yo te digo que no —refutó, tajante. Nos miramos con ira.

—Tú querías saber —le eché en cara.

—Creí que se trataba de un deseo vagamente realista.

—De modo que tú puedes pedir cualquier estupidez que te apetezca, por ejemplo, casarnos, pero yo no tengo derecho ni siquiera a discutir lo que...

Mientras lanzaba mi diatriba, Edward me sujetó ambas manos con una de las suyas para que dejara de gesticular, y utilizó la que le quedaba libre para taparme la boca.

—No —su gesto era pétreo.

Respiré hondo y traté de calmarme. Según se desvanecía la ira, empecé a sentir algo distinto.

Me llevó unos instantes admitir por qué había vuelto a agachar la mirada, por qué me había ruborizado otra vez, por qué se me había revuelto el estómago, por qué tenía los ojos húmedos y por qué de pronto quería salir corriendo de la habitación.

Era por aquella reacción tan poderosa e instintiva. Por su rechazo.

Sabía que me estaba comportando de forma irracional. Edward había dejado claro en otras ocasiones que el único motivo por el que se negaba a hacerlo era mi propia seguridad. Sin embargo, jamás me había sentido tan vulnerable. Me quedé mirando al edredón dorado que hacía juego con sus ojos e intenté desterrar la reacción refleja que me decía que no era deseada ni deseable.

Edward suspiró. Me quitó la mano de la boca y la puso bajo mi barbilla, levantándome la cara para que le mirase.

—¿Y ahora qué?

—Nada —musité.

Observó con atención mi rostro durante un buen rato mientras yo trataba en vano de apartarme de su mirada. Después arrugó la frente con gesto de horror.

—¿He herido tus sentimientos? —me preguntó con consternación.

—No —mentí.

Ni siquiera supe cómo ocurrió: de pronto, me encontré entre sus brazos, y él acunaba mi cabeza sujetándola entre el hombro y la mano, mientras que con el pulgar me acariciaba la mejilla una y otra vez.

—Sabes por qué tengo que decirte que no —susurró—, y también sabes que te deseo.

—¿Seguro? —le pregunté con voz titubeante.

—Pues claro que sí, niña guapa, tonta e hipersensible —soltó una carcajada, y luego su voz se volvió neutra—. Todo el mundo te desea. Sé que hay una cola inmensa de candidatos detrás de mí, todos maniobrando para colocarse en primera posición, a la espera de que yo cometa un error... Eres demasiado deseable para tu propia seguridad.

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